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Infantocracia

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Infantocracia

He dicho más de una vez que estoy preocupado por la deriva de la educación en nuestro país. Creo que es para ello. Lo pienso así porque en menos de nueve cursos como docente he ido palpando un cambio significativo en el alumnado y sus familias. El comportamiento en un aula es en realidad el menor de los problemas; la convivencia no me preocupa de la manera que yo pensaba que lo podía hacer antes de iniciarme como profesor. Mucho más peligrosa es la injerencia en nuestro trabajo de campo, en nuestra metodología. Supone un menoscabo a nuestra autoridad, que a la larga es la causa primera y principal del resto de problemas.

Esa injerencia se trata de un poder que se han arrogado los padres y madres de nuestro alumnado, espoleados y alentados desde la administración y, no pocas veces, desde los propios centros educativos. Ya no opinan, sino que pontifican; no solicitan, exigen; no sugieren, amenazan. Nos han convertido en enemigos de todo y de todos, en lugar de ser la pieza clave que articulaba el aprendizaje de los jóvenes. Han optado por fiscalizar nuestra labor, sintiéndose con todo el poder del mundo para cuestionar contenidos, métodos, actividades, tareas… Y, por supuesto, han trasladado a sus hijos esas ideas acerca de nosotros. Es una pena que, por respeto a la privacidad, no pueda poner ejemplos muy concretos sobre esto de lo que estoy hablando, sobre la arrogancia que se puede llegar a inculcar en un adolescente imberbe, tanta como para desafiar el conocimiento y la experiencia de un adulto (un hecho tradicionalmente incuestionable con independencia de su condición de profesor).

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Kiabi
 

Vivimos en una infantocracia. De una manera sibilina y con nuestra imprescindible complicidad, los niños y jóvenes manejan a su antojo el mundo en el que viven. Soy profesor, pero también padre, así que creo saber de qué hablo y en qué errores incurro. Nos hemos enfrascado en la tarea imposible de hacer del mundo un lugar a su medida. Para ello, desafiamos las leyes de la lógica y de la naturaleza. No los preparamos para afrontar la realidad, sino que tratamos de modificar la realidad para que se amolde a ellos. Los catalogamos con miles de síndromes y trastornos que les garanticen un trato personal y diferenciado en los colegios e institutos, a la carta en muchos casos, justificando cualquier conducta y actitud y entrando de lleno en la planificación del trabajo que realizan los profesionales y en su calificación. Les privamos del ‘no’ para evitar su frustración y ahorrarles traumas presentes y futuros. Les convencemos de que todo lo pueden conseguir, pero se nos olvida explicarles (y demostrarles con el ejemplo propio) qué es el esfuerzo y el sacrificio, ingredientes clave para intentar el asalto a cualquier sueño.

En este escenario, que un alumno pueda obtener un título superior como el Bachillerato con una asignatura suspensa es solo un paso lógico en la escalada de despropósitos. Cualquiera que conozca el funcionamiento de un centro educativo sabe que los docentes no somos crueles en nuestra inmensa mayoría y que nos atenemos a razones que van más allá de lo académico cuando se trata de evaluar a un alumno. Un alumno es una persona con la que convivimos y trabajamos durante muchas horas, de la que sabemos y por la que nos interesamos. Desde esta idea aceptada tácitamente, la nueva medida era innecesaria. Con ella nos arrebatan otro poco de confianza. Y de paso, les recuerdan a nuestros jóvenes que todo es susceptible de ser cambiado a su medida.

Javi López

Profesor de Secundaria de Lengua Castellana y Literatura

MÁS INFORMACIÓN: descubre otros consejos y artículos interesantes sobre la formación de los peques en el blog de Educación de La Diversiva.

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