“La mayoría de nosotros no tenemos más que cinco o seis personas que nos recuerdan. Los maestros tienen miles de personas que les recuerdan por el resto de sus vidas”
– Andy Rooney
Queridos desconocidos, ¿cómo estáis?:
Yo, como ya habréis imaginado, algo perdida; pero en ningún momento os he abandonado, es sólo que ando liadilla: proyectos nuevos en el colegio, cursos, actividades varias,… En fin, que estoy desliándome poco a poco.
Esta semana quería dedicar esta entrada a unos maestros especiales. El día del maestro fue el pasado veintisiete de noviembre. Como ya sabéis, personalmente me gusta más esta fecha que la del día del docente. Creo que ya os lo comenté en este artículo ¿Feliz día o no? (Sobre el día del maestro, nuestras ilusiones y barreras).
Eso de unificar las palabras no lo entiendo muy bien, sobre todo cuando la palabra “maestro” es tan preciosa y tan grande; pero vamos al tema: el veintisiete seguí un hilo de Twitter maravilloso sobre una maestra rural y su vida.
Tras leerlo me vinieron a mi cabeza los maestros de antes y en concreto dos muy especiales para mí. Os voy a contar su historia:
Se conocieron en Antequera porque a él lo llevaron allí sus tíos a estudiar. En el pueblo donde nació y vivía nunca hubiera tenido posibilidades de hacer carrera alguna.
Ella era alta, muy delgada y con el pelo muy rizado y negro. Siempre me dijo que era diferente a todos los cánones de belleza de la época. Él, muy delgado y alto también. Y casualidades de la vida, fue a hacerse íntimo amigo del hermano de ella. Así se conocieron.
Aprobaron oposiciones con un tío de él (que fue quien los preparó, el que se empeñó en llevarlo a Antequera) estudiando los dos muchísimo: el temario era mayor que el actual y con muchos temas de cultura general, trescientos cuarenta en total.
Y se fueron de ruta por los pueblos de Málaga: ella empezó en Igualeja, allí se hospedó en una pequeña pensión. Por las tardes ayudaba a la telefonista, incluso una vez, el alcalde llegó a liberarla de dar clase para que atendiera dicho servicio. Las casas, por aquel entonces, no tenían teléfono y había muchas personas fuera de sus hogares trabajando en el extranjero e intentaban comunicarse con los suyos. Conoció mil y una historias, romances, sueños, desvelos… Y ayudó a escribirlos.
Mientras, él iba de vez en cuando a verla desde la Cueva del Becerro, pasando por Parauta, su pueblo. Tenía la mayoría de edad y ya era maestro. Daba clases a niños y mayores, pero todos lo respetaban, pese a su juventud, por ser el maestro del pueblo.
Tras este primer destino ella se fue a Alameda, allí vivió con unas monjas mercedarias en su convento, mientras que él marchó a Gaucín.
Tras una propuesta del Patronato de la Caja de Ahorros de Ronda fueron a Isdabe (Estepona), urbanización creada como residencia internacional de Cajas de Ahorro y pasado un año se casaron. Allí cada uno en su clase tenía casi cincuenta niños de todas las edades: ella, niñas y él, niños. Llevaban el comedor, participaban en eventos deportivos, hacían sus funciones teatrales de las que hoy todavía se acuerdan los “cincuentañeros” de la zona. Incluso él compatibilizó sus clases de maestro con la de profesor de educación física en el instituto San Fernando de Estepona.
Un día, les ofrecieron venirse a Málaga: pese a sus dudas, aceptaron y fueron a parar al colegio Sagrada Familia, también de la Caja ( dentro del mismo patronato). Se enfrentaban a un reto especial: un colegio mixto. Pasaron de ser maestros generalistas de una unitaria, a ser tutores de octavo. Y se adaptaron. Por sus manos pasaron cientos y cientos de niños a los que formaron, llevaron de viaje de estudios, hicieron verbenas, cenas de padres, fiestas escolares, publicaron un libro, jugaron al balonmano (creando un club, llegando a diferentes convocatorias nacionales; de hecho, creo recordar que llegaron a ser el club con más fichas de la época, al menos en Málaga); por cierto, nadie se quejó en el barrio por el ruido del patio (como ahora), más conocido como “el tubo”. ¡Imaginaos qué podía ser aquello desde las horas escolares hasta las once o las doce de la noche! Fueron unos años maravillosos.
Pasaron los años por ellos y por el centro, aunque, cierto es verdad, que en aquella época se dieron cita maravillosos profesionales. Entre todos hicieron muchísimas actividades: había talleres de teatro, de ajedrez, de barro, obtuvieron premios de concursos como el de Festival de cine de Gijón o el internacional de maquetas de pueblos de singular fisonomía (del Ministerio de Turismo) y fueron a Berlín a recibirlo, había un periódico escolar… Actividades hoy totalmente punteras, pero que para la década de los setenta y ochenta eran totalmente originales y disruptivas.
Años más tarde, volvieron a un colegio público y como eran los últimos, les dieron Infantil de tres años: sí, fueron los primeros en cogerlos sin adaptación, ni formación específica, sin materiales específicos, las clases no estaban adaptadas, no había váteres adecuados, ni profesorado de apoyo… Recuerdo como ella se vino abajo: tras muchos años de trabajar con el alumnado de segunda etapa, ahora le estaba cambiando todo y creía que no estaba preparada. Fue a hablar con el inspector para explicarle su situación, ya por aquel entonces, empezaba a estar delicada de salud; pero, volvieron a ponerse el mundo por montera y sacaron sus clases hacia delante. Superaron estas carencias: ella, con su innata habilidad inventaba bailes, juegos, desfiles de modelos, viajes imaginarios; mientras que él trataba y conseguía que la motricidad de los pequeños fuera mejor de lo que se proponía: “esos niños son de goma, qué cosas saben hacer y se las inventan”. Aprendieron canciones, grabaron juegos de otros maestros que estaban empezando, dieron cursos y recuerdo cómo me contaban que aquellos años, aún siendo muy duros y cansados, los llenaron especialmente: les enseñaron a leer, aprendieron a comer fruta, hicieron concursos, coplillas y chirigotas, pequeños teatros, olimpiadas, se inventaron hasta una playa en el cole, etc. Y es que, como ellos decían, “recibimos mucho más de lo que damos”.
Y si ellos sin materiales, sin internet, sin recursos,… hicieron tanto, ¿ qué estamos haciendo y qué podemos hacer nosotros? Me surgen muchas dudas y algunas respuestas, pero lo dejaremos para una segunda parte de este post. Ahora no procede. Sirva este artículo para homenajear a aquellos maestros que tan bien lo hicieron y que, quizás, en el tiempo en el que estaban, consiguieron grandes logros. Estoy segura que vosotros también tendréis alguna historia sobre algún maestro que contar, ¿ os animáis?
Como me siento muy mal por haberme ido durante tanto tiempo, os dejo esta receta: igual mientras la hacéis y os la coméis, podéis tener un ratito para recordar y contar cómo fueron vuestros maestros.
Brownie sin glúten:
Esta receta no es mía, es de José Enrique González (@conelchef). Lo hice para el cumple de mi hija porque venía una niña con intolerancia al glúten y el brownie voló. ¡No pude ni hacerle fotos!
Ingredientes:
– 160 g de mantequilla.
– 400 g de chocolate negro,
– 270 g de azúcar( mejor moreno).
– 5 huevos.
– 30 g de cacao en polvo.
– 60 g de maicena.
– 240 g de nueces partidas, pero no muy picadas.
Elaboración:
Poner a fundir la mantequilla al baño María, sin que hierva. Conforme se vaya derritiendo ir añadiendo el chocolate picado ( para que sea más fácil). Moverlo bien para que mezcle.
Por otra parte, con la batidora, batir el azúcar con los huevos y cuando esté listo, añadirle la mezcla de mantequilla y chocolate. Tamizar con un colador el cacao y la maicena. Para finalizar, trocear las nueces.
Preparar un molde rectangular con papel de horno o mantequilla y al horno veinte minutos a 170 grados.
Creo que ya os lo he dicho, me encantaría que os animaseis y nos contarais algunas de vuestras historias: será un pequeño o gran homenaje a aquellos maravillosos maestros.
Y me queda el final de esta bonita historia “ siempre trabajamos en equipo,: ella ideaba y los dos lo hacíamos. Nos separaron de colegio y se deshizo el equipo tras treinta y tres años”.
Sólo me queda agradecerle a este maestro tan especial sus notas y apuntes porque ha debido de costarle mucho trabajo hacerlo porque lo ha escrito sólo. ¡Gracias papá!
Por cierto, os echaba de menos.
Que os vaya bonito.
Maribel B.
@_MaribelBP
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Hermoso artículo Maribel. Siempre tengo presente la influencia que algunas maestras de mi infancia tuvieron en mi vida y digo maestras porque hace ya bastante tiempo, en los pueblos había separación de sexos; ellas creyeron en posibilidades que, entonces, yo no sabía que tenía; me valoraron y ayudaron a valorarme a mí misma; sembraron semillas que después germinaron y crecieron. No siempre los maestros son conscientes de la influencia que pueden tener en las mentes de sus alumnos incluso aunque no se lo propongan. Gracias por lo que haces, por como lo haces y por transmitir tan bien estas experiencias.
Muchas gracias por compartir tu opinión con nosotros, Dionisia. Muy bella reflexión.
Qué alegría que te haya gustado, Dioni!
Qué importante es que los maestros sepamos transmitir y ver; ver con unos ojos de futuro y de ilusión, de cambio.
Es cierto, los maestros no sabemos lo importante que es nuestro trabajo y cómo podemos, para bien o para mal, transformar nuestro pequeño mundo.
Como dice nuestro “amigo” Oliver Sacks, «todos somos hijos de nuestra educación, nuestra cultura y nuestra época». Y es así.
Muchísimas GRACIAS por tu comentario y por tu saber hacer ( y por tener esos ojos que ven más allá), durante esos maravillosos años que compartí contigo.
Un abrazo muy fuerte.
Maribel B.